El Dolor que forjó mi destino

Tenía seis años cuando mi vida cambió para siempre. En un instante, lo que debía ser un día normal terminó siendo el peor de mi existencia. Un accidente de tráfico casi me arrebató la vida y, aunque sobreviví, las secuelas quedaron marcadas en mi cuerpo y en mi mente.

No entendía mucho de lo que pasaba a mi alrededor en aquel momento, pero veía el sufrimiento de mi familia. Escuchaba a mis padres hablar con abogados, peritos y aseguradoras, palabras que me parecían extrañas y lejanas. Mi padre, normalmente tranquilo, discutía con fuerza. Sabía que algo no iba bien cuando lo veía frustrado porque no recibíamos lo que en justicia nos correspondía. El abogado de la compañía de seguros no luchó por nosotros; su interés era más bien llegar a un acuerdo rápido, aunque fuera un mal acuerdo para nosotros.

"Es mejor esto que ir a juicio", nos dijeron. Y así terminó todo, con una decisión que nunca me pareció justa. Mientras mi cuerpo sanaba poco a poco, una herida mucho más profunda se abría dentro de mí. Era el dolor de la impotencia, de saber que mi familia había sido traicionada por el sistema que supuestamente debía protegernos.

Aquel momento me marcó. Fue entonces cuando supe qué quería hacer con mi vida. Decidí que sería abogado. Pero no cualquier abogado. Sería el que pelearía hasta el final por cada víctima, el que no dejaría que otros pasaran por lo que yo y mi familia tuvimos que vivir. Hoy, cada vez que entro en una sala de juicio, recuerdo a ese niño de seis años y lucho por él, por su dolor, y por todas aquellas personas que merecen justicia.



Porque para mí, no se trata solo de ganar un caso. Se trata de devolver la dignidad que otros les han intentado arrebatar.